Cadena de decisiones

Accidentada¿Te parece bien que conduzca yo? Parece que, pese a ser enfermero desde hace ya un tiempo, no ha perdido la afición por el volante, que ahora disfruta como voluntario. Perfecto -respondo, para inmediatamente dirigirme a nuestra compañera, también enfermera- entonces quedamos tú y yo en la perrera. ¿Vas de responsable? Prefiero que vayas tú -responde ella, mientras se afana en rellenar los papeleos de comienzo del servicio- al fin y al cabo tienes más experiencia. Aunque de voluntarios todos trabajamos como técnicos no puedo evitar cierta sorpresa al coordinar un equipo de dos diplomados sanitarios. Las decisiones se toman de forma colaborativa, pero siempre conviene que alguien tenga la última palabra, con objeto de evitar pérdidas de tiempo y vaivenes en el rumbo de la intervención. La “perrera”, por cierto, es el nombre cariñoso de la cabina asistencial, donde los técnicos que no conducen viajan mientras atienden al paciente.

¿Balón reanimador adulto? Está. ¿Pediátrico? Está. ¿Colchón de vacío? Está. ¿Dónde cogemos la cena? pregunta mi compañera, levantando la mirada de la carpeta de revisiones. BASE 23 DE CENTRAL. Habrá que decidirlo luego, contesto innecesariamente, pues todos hemos oído el bramido de la llamada a través de la megafonía. La experiencia del conductor nos permite alcanzar el destino en escasos minutos, y ya escaleras arriba una mujer reclama nuestra ayuda desde la entrada de su vivienda; lo azorado de su gesto hace presagiar la gravedad de la situación.

Su marido, que apenas supera los cuarenta años, permanece postrado en un sillón del salón, con la pierna izquierda inerte y claramente inclinado hacia ese lado. Ante nuestras preguntas sólo consigue balbucear, y la comisura de su labio aparece notablemente desviada. Examinamos con premura sus constantes vitales, ahora dentro de la normalidad, al tiempo que tratamos de no abrumar a la esposa con la preceptiva batería de preguntas: ¿Cuánto tiempo lleva así? ¿Tiene alguna enfermedad? ¿Toma medicinas?.

Bajo la mirada pintada en preocupación de su hijo pequeño valoramos conjuntamente el destino de nuestro paciente: dada la gravedad de la enfermedad que sufre, probablemente un ictus, deberíamos reclamar una UVI móvil para que se hiciese cargo, o al menos trasladar al paciente hasta el centro de salud donde ésta tiene su base. Inspiro y mantengo el aire en mis pulmones durante un par de segundos; espero no equivocarme. Busque a alguien con quien dejar al niño porque nos vamos inmediatamente al hospital con él, exhorto a la esposa mientras coloco una mascarilla de oxígeno al paciente.

Es una cuestión de tiempo. A pesar de ir contra los protocolos establecidos, sé que lo que nuestro paciente necesita con urgencia es una prueba de imagen para determinar la lesión y así comenzar a recibir el tratamiento adecuado. En su estado actual una UVI móvil no aportaría ventajas pero sí retrasaría el diagnóstico, perdiendo posibilidades de recuperación. Partimos de inmediato hacia el hospital, esperando que el paciente no se desestabilice de camino, ya que como recurso básico nuestro campo de acción es necesariamente más limitado que el avanzado.

Prefiero que rellenes tú el informe -le pido a mi compañera- porque será crucial para el paciente, y sé que lo harás mejor que yo. Ella me conoce bien: sabe que hablo desde la sinceridad, y agradece la confianza. El vuelo rasante hacia el hospital parece transcurrir sin más incidencias que las contínuas miradas al reloj cuando, al incorporarme para alcanzar el tensiómetro, una fuerza trata de lanzar violentamente mi cuerpo contra la pared que separa ambos habitáculos, mientras los neumáticos chillan al morder el asfalto. Una vez asido, vislumbro en la oscuridad la familiar silueta de un vehículo tras un impacto a pocos metros frente a nosotros, envuelto en una nube de polvo. ¡Mierda! exclamo para mis adentros.

Aparentemente, el accidente ha ocurrido unos pocos segundos antes: pide por radio Guardia Civil, indico al conductor, para posteriormente dirigirme a la esposa, que se esfuerza por enjugarse las lágrimas: tenemos que atender el accidente, seguiremos hacia el hospital lo antes posible. El único turismo implicado ha chocado contra el lateral de hormigón, quedando inmovilizado en el carril central tras una curva de la autovía. Al accionar la manecilla de la puerta delantera el polvo blanquecino de los airbag abandona el interior del vehículo, en el que una joven se sorprende de mi presencia mientras se esfuerza en orientarse. Una primera valoración en segundos indica que se encuentra bien, y su testimonio lo confirma. El riesgo proviene de la circulación, que transcurre a gran velocidad por ambos lados del vehículo, con tan sólo nuestro furgón luminoso como medio para evitar colisiones sucesivas. Pero ahora mismo necesito ese furgón para otra tarea al menos igual de vital.

¿Cómo va el paciente? inquiero abriendo la puerta lateral de la ambulancia. Peor, uno abajo en el Glasgow, recibo como desesperanzadora respuesta. Necesitamos encontrar una solución, pienso mientras corro a contramano entre las filas de vehículos para colocar el triángulo de peligro. Incluso me planteo quedarme yo sólo frente al tráfico, armado únicamente con un cono fluorescente, mientras mis compañeros llegan al hospital, pero lo que me preocupa del improvisado plan no es romper las pocas directrices que quedan en pie, sino si seré capaz de manejar el tráfico antes de que algún conductor despistado me arrolle.

A lo lejos, un par de tenues luminarias de color turquesa destacan sobre una de las largas colas de tráfico, y me dirijo hacia su posición con la ilusión del marino tras divisar la luz del faro. Tras alcanzarla trato de no ser demasiado escueto al transmitir la información a los agentes de policía, ya que evidentemente no forma parte de sus tareas habituales: necesitamos que señalicéis un accidente sin heridos, nosotros llevamos uno grave y tenemos que seguir hacia el hospital. Y, sin dar opción a réplica, corro de vuelta a la ambulancia no sin asegurarme de que efectivamente uno coloca su vehículo con las luces de prioridad activas como protección para el accidente mientras su compañero desciende del coche patrulla ataviado con una chaqueta reflectante para interesarse por la conductora. En esta ocasión la fortuna ha jugado a nuestro favor y podemos continuar con nuestro camino.

De vuelta a la base, la soledad de la autovía provoca que los tres nos centremos en las sensaciones encontradas: hemos conseguido resolver una situación bajo circunstancias complejas, pero somos conscientes de que el verdadero desafío comienza ahora para una familia. Quizás debido a ello no nos resulta relevante el lugar en el que encargaremos la cena… o si llegaremos a probarla.


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